Cuestionar al trabajo social desde las luchas y resistencias de las clases subalternas: desafíos y condiciones de futuro para la construcción de nuestro proyecto profesional

Katya Marro1

RESUMEN

Este trabajo tiene como objetivo reflexionar sobre los modos a través de los cuales las luchas sociales de las clases subalternas interpelan y cuestionan al Trabajo Social, entendiendo que esta relación es condición para disputar el significado y la dirección social de nuestra intervención profesional. Esta no es una pregunta menor, si reconocemos la prevalencia de demandas institucionales orientadas al apaciguamiento de los conflictos de clase y las resistencias de los de abajo, que se corresponden con estrategias de enfrentamiento de la “cuestión social” en clave de contra-insurgencia.

Descriptores

Luchas sociales, resistencia, cuestión social

Recibido: 19,6,2017 Aceptado: 2,9,2017

1Licenciada en Trabajo Social por la UNR (Argentina). Magister y doctora en Servicio Social por la ESS/UFRJ (Brasil); docente de la Carrera de Servicio Social de la Universidad Federal Fluminense (UFF), Campus de Rio das Ostras y educadora de la Escuela Nacional Florestán Fernandes del MST (Brasil).

² Este artículo es producto de las investigaciones que venimos realizando, cuyos resultados fueron presentados, en parte, en el 15º Congreso Brasilero de Asistentes Sociales. Esta versión es producto de una profundización de nuestros estudios, parte de los cuales se han desarrollado gracias a una licencia capacitación concedida por la UFF, realizada junto al Grupo de Estudos e Pesquisas em Orçamento Público e Seguridade Social (GOPSS) de la Universidad del Estado de Rio de Janeiro (UERJ), coordinado por la profesora Elaine Behring.

Questioning social work from the struggles and resistance of the underclass: future challenges and conditions for construction of our professional project

Katya Marro1

Abstract

The goal of this paper is to reflect on how the social struggles of the underclass address and question social work, in the understanding that this relationship is the condition for arguing the significance and social direction of our professional intervention. This is not a lesser question, if we recognize the prevalence of institutional demands aimed at appeasement of class conflict and the resistance of those below, which correspond to strategies for confronting the “social question” in the code of counter-insurgency.

Descriptors

Social struggles, resistance, social question

1 Licentiate in social work from the UNR (Argentina). Master’s and doctorate in social service from the ESS/UFRJ (Brazil); professor of social service at the Universidad Federal Fluminense (UFF), Rio das Ostras campus, and educator at the Escuela Nacional Florestán Fernandes del MST (Brazil).

This article comes from our studies, the results of which were partially presented at the 15th Brazilian Congress of Social Workers. This version is the result of a deepening of our studies (some of which have been carried out under a training license from the UFF) which was conducted together with the Grupo de Estudos e Pesquisas em Orçamento Público e Seguridade Social (GOPSS) of the UERJ (Rio de Janeiro State University), coordinated by Professor Elaine Behring.

Introducción

Prevalecen en la región, políticas sociales que “combinan” y se complementan con un patrón de acumulación basado en la exportación de mercancías del complejo agroindustrial, siendo funcionales y reproductoras de procesos de expropiación de territorios, empobrecimiento, hambre y violencia. Son estas tendencias históricas que están en la base de la actual demanda profesional, la cual requiere ser tensionada y disputada a partir de los horizontes que abren las luchas sociales de movimientos indígenas, feministas, de trabajadores sin tierra, de trabajadores urbanos y demás movimientos populares. Dialogaremos también con la importancia que cobra, en este escenario de tamaña regresión social, la propia organización política y sindical de los trabajadores sociales, como una mediación fundamental para incidir colectivamente en nuestras condiciones de trabajo y en la materialización de un proyecto profesional identificado con las luchas que pautan la superación de todas las formas de desigualdad social, o lo que es lo mismo, de todas las formas de explotación y opresión.

1.La relación entre el Trabajo Social y los conflictos de clase

Partimos de la premisa de que existe una relación intrínseca entre “cuestión social” y luchas de clase, que constituye y atraviesa a la profesión desde su génesis2. Para dar visibilidad a los intereses antagónicos de clase y a los momentos de resistencia que configuran la “cuestión social” es necesario recordar que, desde el nacimiento de la sociedad capitalista, son los desdoblamientos políticos de la acción de los trabajadores pobres, los que la tornan objeto de preocupación de un amplio abanico de críticos y reformadores sociales. Desde el movimiento luddista, pasando por los cartistas, hasta la constitución, a mediados del siglo XIX, de una clase obrera con grados importantes de conciencia de su fuerza autónoma; estos movimientos de la clase evidencian que “... la guerra social es abierta y declarada” (Engels, 2008, p.255). Basta recordar que en la base de las rebeliones europeas de 1848 estuvieron también las convulsiones sociales derivadas del aumento en los precios de los alimentos, así como también observar, en las pistas de la Comuna de París de 1871, importantes propuestas de intervención sobre las expresiones de la “cuestión social” que van desde la vivienda hasta la salud, desde el transporte colectivo hasta la gestión popular de todos los servicios sociales, desde la enseñanza laica hasta la legalización del aborto, desde los derechos para los ancianos hasta la organización colectiva de la producción (Coggiola, 2002 y 2009).

2 Consultar las obras de Iamamoto & Carvalho (1986); Netto (1997); Abreu (2002); Behring & Boschetti (2008); Coggiola (2009).

Es así que el complejo y contradictorio proceso de formación de la clase trabajadora como sujeto político autónomo de la burguesía, evidencia al mismo tiempo que “las vanguardias obreras accedieron, en su proceso de lucha, a la conciencia política de que la ‘cuestión social’ está necesariamente vinculada a la sociedad burguesa” (Netto, 2010, p.6). Es la comprensión de que los procesos de pauperización y de producción de una masa de trabajadores excedentes son constitutivos de la acumulación capitalista, lo que lleva a los trabajadores a protagonizar un conjunto de luchas relativas al trabajo y a la mejora de sus condiciones de vida: denunciando el hambre, la vivienda insalubre, el desempleo. A su vez, esta comprensión también les permite ensayar formas autónomas de enfrentamiento de la “cuestión social” a partir de sus procesos de organización como clase. De ahí que, “... descifrar la cuestión social es también demostrar las formas particulares de lucha, de resistencia material y simbólica accionadas por los individuos sociales a la cuestión social” (Iamamoto, 2007, p. 59).

Es en este contexto de reacción a la organización autónoma de los trabajadores, entre finales del siglo XIX e inicios del XX, en los marcos de una nueva estrategia de “reforma social” de la burguesía, que surge la demanda socio-histórica que explica la génesis del Trabajo Social como profesión, en la división social y técnica del trabajo (Netto, 1997). El Trabajo Social participa del proceso de reproducción de las relaciones sociales, como una actividad de cuño educativo – que contribuye con la creación de las bases políticas que legitiman el ejercicio del poder de clase, en contraposición a las iniciativas autónomas de organización de estos sujetos – al mismo tiempo que interviene en la creación de condiciones para la reproducción de la fuerza de trabajo a través del acceso a un conjunto de servicios sociales (por la vía de las políticas sociales). Este elemento nos permite comprender que la profesión está polarizada por intereses de clase contrapuestos, dando respuestas – en el mismo proceso – a las necesidades y reivindicaciones legítimas de esos trabajadores (Iamamoto & Carvalho,1986). En este contexto histórico, se delinea una relación del Trabajo Social con la clase trabajadora, permeada por el control de su cotidianeidad, la reproducción de la dominación y el apaciguamiento de esos sujetos. La profesión se inscribe en la división socio-técnica del trabajo a partir de una función pedagógica en la que predominan estrategias educativas de subalternización, relacionadas con los procesos de la formación de la cultura y de consolidación de la hegemonía burguesa de las primeras décadas del siglo XX (Abreu, 2002).

Estas rápidas e introductorias reflexiones buscan mostrar que la relación del Trabajo Social con los conflictos sociales de clase y los segmentos subalternos organizados atraviesa la profesión desde su génesis, aunque esta relación ha sido objeto de críticas sistemáticas a partir del proceso de reconceptualización latinoamericano, y del reconocimiento de la dimensión política y de la naturaleza contradictoria del ejercicio profesional en la reproducción de las relaciones sociales. En el próximo apartado profundizaremos esta comprensión de la “cuestión social” a partir de las luchas sociales.

2.Interpelar al Trabajo Social desde las luchas sociales

En este momento, abordaremos aspectos que consideramos centrales para analizar el Trabajo Social desde las luchas sociales. Daremos continuidad al análisis teórico acerca de la relación intrínseca entre la actuación profesional y los conflictos de clases, discutiremos algunas de las rebeliones que se desataron en la región latinoamericana ente los años 90 y 2000: determinación central, tanto para pensar su relación con expresiones de la “cuestión social” permeadas de resistencia, como con su vínculo con las estrategias de enfrentamiento, propuestas por gobiernos y organismos internacionales, como parte de las tentativas de canalización del conflicto social y la garantía de la “gobernabilidad”.

En este contexto, observaremos que, tanto las expresiones de la “cuestión social”, así como el perfil de política social que prevalece en la región – elementos centrales de nuestra actuación profesional como trabajadores sociales –, son el resultado de una dinámica de acumulación basada en la extracción y explotación de recursos naturales en gran escala, orientada a la exportación de mercancías del complejo agroindustrial3, dictada por el mercado Internacional y refrendada por esos organismos: mientras que aquellas expresiones de la “cuestión social” constituyen consecuencias directas de esa dinámica – porque agrava el desempleo y la explotación del trabajo; la desigualdad; la concentración de la tierra y el empobrecimiento masivo de las mayorías sociales –, prevalecen políticas sociales que cuando no son funcionales, operan como incentivadoras de los procesos de expropiación de territorios indígenas, campesinos, y populares.

3 Buena parte de las economías de los países latinoamericanos se asientan sobre actividades extractivistas que incluyen tanto la explotación de recursos no renovables – minerales e hidrocarburos –, como la de recursos renovables, mediante la producción agrícola, ganadera y forestal a gran escala o la generación hidroeléctrica. Son actividades que llevan, generalmente, un mínimo procesamiento y un escaso valor agregado, producidas para abastecer la demanda internacional de alimentos, de materias primas y de energía (Guereño, 2016, p. 31; Katz, 2016). Es importante recordar que, con posterioridad a la crisis del mercado financiero norteamericano de 2008, esta tendencia se amplía al reorientar la especulación para las commodities agrícolas y materias primas en general – lo que explicaría el aumento vertiginoso en los precios de los alimentos en el mercado internacional (Coggiola, 2009).

Es por ello que afirmamos la importancia de indagar al Trabajo Social desde las luchas de las clases subalternas: al proponer, en el análisis de la cuestión social, un énfasis especial en los rasgos de lucha y resistencia que están presentes en sus expresiones, destacamos la necesidad de reconstruir la relación mediada que existe entre las demandas institucionales que enfrenta nuestra profesión y las luchas de las clases subalternas. A partir de los contornos específicos de los conflictos de clase y de los procesos de resistencia que están en la base de configuración de un conjunto de demandas institucionales puestas a la profesión, proponemos comprender y construir el vínculo del Trabajo Social con las luchas y movimientos de las clases subalternas, sea en el plano del análisis teórico y la intervención profesional, o en el plano de la organización política y sindical del colectivo profesional. Estas referencias son fundamentales para problematizar el significado social de nuestra profesión en la reproducción de las relaciones y conflictos de clase (Duriguetto & Marro, 2016).

2.1 Algunos trazos de lucha y resistencia en las expresiones de la “cuestión social” contemporánea

Sin intenciones de agotar un asunto que encierra una gran complejidad, proponemos algunas reflexiones sobre las luchas sociales que proliferan en el escenario latinoamericano en las últimas décadas y su aguda capacidad de desnudar expresiones de la “cuestión social” de difícil resolución para las estrategias de “gobernabilidad”; muchas de las cuales, inclusive, están en la base de configuración de demandas institucionales puestas a nuestra profesión.

América Latina es, desde las últimas décadas, una de las regiones más conflictivas del planeta. Sin lugar a dudas, al observar la naturaleza y la expresividad de estos conflictos de clase, podemos constatar su relación con las profundas transformaciones sociales que se desencadenan a partir de la crisis del capital que se genera en la década del 70. Es innegable que los cambios en la dinámica de la acumulación; en el mundo del trabajo y en la composición de la clase trabajadora; en las formas de ejercicio del dominio de clase y en la configuración de la hegemonía burguesa, y hasta en el propio perfil de la política social han tenido considerables impactos en las condiciones materiales de la lucha de clases. Esto es, las transformaciones en las formas en que se expresa el conflicto de clases implicaron un cambio paulatino en la identidad de lucha de las clases subalternas, y redimensionaron sus formas clásicas de organización; sus banderas de lucha; así como la propia forma histórica de la identidad obrera.

Al mismo tiempo que asistimos, entre las décadas de 80 y 90, a una contundente reducción de las tasas de sindicalización, de las huelgas y de la gravitación del movimiento obrero clásico, América Latina se tornó, en los años posteriores, palco de una serie de rebeliones populares que hicieron tambalear la “paz social” de numerosos gobiernos conservadores y anunciaron el protagonismo de diferentes sujetos del antagonismo de clases. Entre los años 90 y 2000, ocurrieron intensas sublevaciones de masas en países como Argentina, Ecuador, México, Bolivia, Paraguay, Chile, Venezuela (Taddei, 2009), rebelioneos que constataron esa metamorfosis de sujetos que desbordan ampliamente las tensiones clásicas del mundo del trabajo. Se trata del mismo escenario de crisis capitalista que, algunas décadas después ganaría nuevas proporciones con la crisis de 2008, y explicaría sublevaciones en escala global en países como Portugal, España, Grecia o las revueltas en el mundo Árabe (Antunes & Braga, 2014).

En el mapa de las rebeliones populares de los años 90 en América Latina, sobresalen los movimientos indígenas y su enfrentamiento con la creciente mercantilización de los recursos naturales, retratado en experiencias como las del EZLN en México (por el avance de los TLC); o las rebeliones en Bolivia y Ecuador (frente a conflictos que involucran la posesión de la tierra, del agua y del gas). Al hablar de los sujetos que confrontan el avance del agronegocio, debemos agregar la presencia de otros movimientos de base campesina, en países como Paraguay y Brasil, entre los que destacan la resistencia del Movimiento de los trabajadores rurales sin tierra (MST), frente al avance del monocultivo, la expansión del latifundio y el envenenamiento de la tierra y los alimentos. Tampoco podemos ignorar la importancia de diversos movimientos urbanos, en especial los movimientos de desocupados o sin techo (sobre todo en países como Brasil y Argentina), que aglutinan segmentos de la juventud trabajadora, desempleada o informal, y enfrentan la tendencia del capitalismo de producir una masa enorme de trabajadores superfluos.

Ya en los años 2000, se suman a estos sujetos movimientos que denuncian el avance de empresas mineras e hidroeléctricas que perjudican poblaciones y producen una serie de desastres ambientales irreversibles. Tampoco podríamos dejar de mencionar el protagonismo de movimientos de mujeres frente a la violencia de género en sus varias formas (violencia sexual, violencia contra la población LGBT, femicidios), que crece en proporción directa al avance de la barbarie social producida en la región por la primacía de la industria agromineradora y extractivista, las industrias montadoras y los servicios transnacionales4.

4 Varios movimientos latinoamericanos vienen denunciando el crecimiento de la violencia contra las mujeres, asociada al agravamiento de los conflictos que crecen al ritmo de la expansión de las actividades extractivistas, sea por la acción

La resistencia de compañeras como Berta Cáceres, brutalmente asesinada en 2016 en manos de estos poderosos, es representativa de la amenaza que representan dichas luchas. La reciente movilización continental atrás de la consigna “Ni una menos”, que protagonizó una paro internacional de mujeres el pasado 8 de marzo, es otra expresión del crecimiento de la resistencia feminista, con un importante cariz popular.

Es evidente que se trata de ciclos heterogéneos de movilización y lucha popular en los diferentes países de la región, que no podrían ser explicados a partir de una relación directa y mecánica con el contexto económico o geopolítico, encontrando estrechas raíces con procesos precedentes de organización política y experiencias de autorganización de las masas subalternas, particulares de cada lugar. Sin embargo, estas luchas modificaron las relaciones de fuerza en algunos países, mejoraron las condiciones para obtener conquistas populares, limitaron la agresión del gran capital (Katz, 2016, p.60) y marcan el escenario de polarización social que se abriría en la región.

El ascenso de gobiernos críticos del recetario neoliberal en diversos países a partir de los años 2000, tiene estrecha relación con esta coyuntura de movilización de masas, por lo que es necesario reconocer que la reacción a este protagonismo no tardaría en aparecer en forma de masacres, asesinatos de líderes y militantes sociales, o de manera más orquestada por el conjunto de las clases dominantes, por la vía de intentos o efectivos “golpes parlamentarios institucionales” en Venezuela, Ecuador, Honduras, Haití, Paraguay y recientemente en Brasil.

América Latina arde en llamas porque los diversos sujetos del antagonismo de clases no descansan ante el crecimiento de la violencia y los conflictos que se disparan como consecuencia de las actividades extractivistas.

de cuerpos policiales, militares o privados; sea por la agudización de relaciones opresivas interpersonales en un contexto de barbarie. En Colombia, se ha observado el crecimiento de la explotación sexual infantil y de embarazos adolescentes en regiones de intensa actividad minera; en Guatemala es posible constatar, en el contexto de una serie de conflictos mineros, la existencia de estrategias diferenciadas de criminalización contra las mujeres, condenadas por romper roles de géneros tradicionales; en Honduras, 29 organizaciones nacionales lanzaron en 2016 la campaña “Defensoras de la Madre Tierra”, también, como respuesta al intenso proceso de criminalización que sufren las mujeres campesinas que luchan contra el avance de empresas mineras e hidroeléctricas. Además del asesinato de Margarita Murillo en 2014 y de Berta Cáceres en 2016 es importante mencionar que entre 2010 y 2012 más de 684 mujeres campesinas fueron procesadas en quince departamentos de este país. En 2013 la cifra sumó más de 700 expedientes judiciales en contra de mujeres que participaban en distintos procesos de lucha por la tierra (Guereña, 2016, pp. 39; 50 y ss). No es diferente en Brasil, donde el Mab (Movimento de Atingidos por Barragens), denuncia el crecimiento exponencial de la violencia contra las mujeres asociada a la instalación de represas industriales (Cruz, 2016).

Recordemos que según la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), América Latina es la región más desigual del mundo en términos de distribución de la tierra (y de la renta), donde el 1% de las fincas de mayor tamaño concentra más de la mitad de la superficie agrícola, y el 80% de las fincas más pequeñas, ocupa menos del 13% de la tierra (Guereña, 2016, p. 21). En este contexto de máxima productividad de la agricultura mundial (inclusive con crisis de sobreproducción, agravada por el uso de agrotóxicos y transgénicos), crecen el hambre y la desigualdad social, porque los alimentos son escasos o cuestan demasiado para los parcos salarios. Recordemos que entre 2005 y 2008, el precio medio mundial de los alimentos aumentó un 85%. El acceso al agua es, sin duda, otra de las dimensiones de la crisis alimentaria porque se prioriza la producción de agrocombustibles que consumen agua en exceso, en detrimento de la producción de alimentos. No es casualidad que la ONU identifique que en el mundo existen 37 países en estado de emergencia por falta de alimentos, y que pronostique que, en menos de una década, la demanda por agua irá a superar la oferta en 40% (Coggiola, 2009, p.16). Es claro que estamos ante un escenario de alta conflictividad social; sea porque el hambre amenaza con convertirse en una “amenaza a la estabilidad política”; sea porque se expulsan diariamente indígenas y campesinos de sus tierras, para expandir el cultivo de soja, palma o caña de azúcar, construir una represa o explotar una mina. Hoy en América Latina, una de cada tres hectáreas que se entregan en concesión para la explotación minera, petrolera, agroindustrial o forestal, pertenecen a pueblos indígenas (Guereña, 2016, p. 52).

Por ello, nos interesa destacar la relación que existe – relación no siempre visible o directa – entre estos procesos de resistencia, la lucha popular y un conjunto de manifestaciones de la “cuestión social” que se multiplican en el contexto del modelo extractivista, que está en la base de buena parte de las demandas profesionales contemporáneas: la desocupación denunciada por los MTD en Argentina; el femicidio que cobra la vida de tantas mujeres; el desplazamiento enfrentado por movimientos indígenas en Colombia o Chile; el envenenamiento y la contaminación de ríos y tierras resistido por diversos movimientos campesinos en Paraguay, Brasil, Honduras; el déficit habitacional padecido por movimientos sin techo, conforma el abanico de “incómodas” expresiones de la desigualdad social que aparecen diariamente “silenciadas” o “camufladas” de sus determinaciones más conflictivas (y colectivas) y se presentan ante nuestra profesión como “demandas individuales” por acceso a políticas habitacionales, asistenciales, de salud, educativas, de derechos humanos, entre otras.

Estamos proponiendo “descortinar el velo” que impide descifrar la relación que existe entre esas expresiones de la “cuestión social” que generan demandas al Trabajo Social y las luchas sociales, para pensar y construir perspectivas concretas de actuación profesional (Duriguetto & Marro, 2016).

2.2 Políticas sociales y mecanismos de contrainsurgencia

Es preciso dar continuidad a nuestro objetivo de problematizar el significado social de la profesión a la luz de los conflictos y luchas sociales en la contemporaneidad, por lo que buscaremos comprender las demandas que se plantean al Trabajo Social, en los marcos de algunas de las expresiones de la “cuestión social” que se multiplican en la región, así como en las formas privilegiadas por el Estado y el empresariado para su enfrentamiento. Estos elementos deben ser entendidos en el contexto de las profundas transformaciones que se ensayan en el ámbito de la producción y en la vida hegemónico-estatal, como respuesta a la crisis de acumulación del capital y de la dominación burguesa desde los años 70, y requieren ser descifradas en la dinámica particular de los países dependientes, encargados de ofrecer, para el “centro” del sistema en crisis, nuevos campos de inversión más rentables, así como el acceso a recursos naturales estratégicos y a una fuerza de trabajo desvalorizada. Observaremos que, tanto los contornos específicos que adquieren las expresiones de la “cuestión social” en América Latina – pautadas por la expansión del trabajo subcontratado, precario, temporario; la devastación de la naturaleza y el aumento de la concentración de la tierra; la aguda mercantilización del espacio urbano –, así como las formas que los organismos internacionales de financiamiento proponen para su supuesto enfrentamiento – complementos de estrategias de contrainsurgencia –, son condiciones de una valorización del capital en la clave de la acumulación por desposesión (Harvey, 2004) y, por lo tanto, orientadas a perpetuar la producción de la desigualdad social y el apaciguamiento de las luchas sociales.

2.2.1 El enfrentamiento de la cuestión social en clave de contrainsurgencia

Cuando los privilegiados son pocos y los desesperadamente pobres son muchos, y cuando la brecha entre ambos grupos se profundiza en vez de disminuir, es solo una cuestión de tiempo hasta que sea necesario escoger entre los costos políticos de una reforma y los riesgos políticos de una rebelión (McNamara, 1972).

Trabajamos con la hipótesis de que las políticas sociales que prevalecen en la región latinoamericana, propuestas y financiadas desde finales de los años 60 por organismos como el BM, centradas en el “combate a la pobreza”, se articulan a las estrategias de contrainsurgencia que buscan perpetuar la dominación imperialista – liderazgo económico y dominio militar – de los Estados Unidos en nuestros países5.

Sin intenciones de agotar este asunto en su enorme complejidad, es importante contextualizar algunos aspectos que inspiran la doctrina de contrainsurgencia: expresión de la contra-revolución burguesa en América Latina. Esta doctrina se relaciona con una serie de cambios ocurridos a partir de los años ’60 en la estrategia norteamericana de dominio imperial, motivada por la necesidad de una respuesta “más flexible” de enfrentamiento de la “amenaza” revolucionaria en diversas partes del mundo – recordemos que Argelia, El Congo, Cuba y Vietnam hacen tambalear la estructura de dominación imperialista de esta potencia. Si en un primer momento esta estrategia comprendería modificaciones en el plano político-militares, avanzadas algunas décadas, sufriría algunas “adecuaciones” orientadas a asegurar condiciones de dominio político con mayor estabilidad y legitimidad, utilizando métodos contra-revolucionarios “más sutiles” (Marini, 1978).

Es en este contexto surge la idea del “combate a la pobreza”, delineada por el Banco Mundial (BM) ya desde finales de la década de 60, y en estrecha relación de continuidad con las estrategias de desarrollo de la comunidad (en el marco de la Alianza para el Progreso), que buscaban perfeccionar los medios para evitar la “amenaza comunista” en América Latina. Según Pereira (2010, p. 261): “El reconocimiento del fracaso de la vía predominantemente militar seguida por EEUU en Vietnam reforzó la idea de que la seguridad de los Estados Unidos dependía no solo de las armas, sino también de la preservación del orden político, que se obtendría […] por medio del crecimiento económico, la mejora de los indicadores sociales básicos y la reducción de la desigualdad socioeconómica”. De esta forma, las formulaciones de McNamara en la presidencia del BM serían responsables de alertar sobre los riesgos de “inestabilidad política” acarreados por el crecimiento de la pobreza.

5 La idea de afirmación de un componente de contrainsurgencia en la política social está fundamentada en nuestra tesis de doctorado (Marro, 2009), recogiendo de forma crítica la lectura que diversos movimientos de desocupados argentinos construyeron en relación al significado político de los programas de asistencia social que se multiplican desde finales de la década de 1990. Dando continuidad a esa conceptualización dialogamos también con un conjunto de trabajos diversificados que vienen observando tendencias similares en las estrategias de enfrentamiento de las expresiones de la cuestión social en la región latinoamericana o que se complementan con esta realidad. Entre estos autores, destacamos también: Ceceña (2004 y 2007); Zibechi (2006 y 2010); Pereira (2010); Castelo (2010 y 2014); Almeida (2016); Bezerra (2016). Como la creación de cuerpos especiales adiestrados en la contraguerrila; el reforzamiento de los ejércitos nacionales (lo que McNamara llamara de “indígenas en uniforme”); la aplicación de un enfoque militar a la lucha política. No hace falta mencionar que el terrorismo de Estado perpetuado por las dictaduras civil-militares en el cono sur se enmarcaría dentro de esta estrategia (Marini, 1978).

Vale la pena observar objetivos y prioridades en la asignación de préstamos del Banco para África y América Latina: a) en la perspectiva de reducción de la pobreza, la agricultura debería ser priorizada, y la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo (USAID) ensayaría sus intervenciones “pioneras” vinculadas a las necesidades de valorización de las grandes corporaciones del sector y a las exigencias políticas de la Guerra Fría de promover la revolución “verde” como prevención contra la revolución “roja” (adquisición de paquetes tecnológicos con agrotóxicos, semillas modificadas genéticamente, máquinas)6; b) obsérvense algunas áreas sociales que destacan: educación, suministro de agua potable, saneamiento básico, nutrición, atención primaria de la salud, vivienda urbana (con la urbanización de los barrios populares)7 y planificación familiar; c) finalmente, otra idea clave estaría centrada en el “aumento de la capacidad productiva y los ingresos de los pobres”, a través de un artificio que esconde la funcionalidad de la pobreza para la acumulación capitalista y camufla su relación con los niveles salariales, las políticas de empleo, el grado de explotación de la fuerza de trabajo (Pereira, 2010, p. 268) – no es casualidad que esta misma idea orientara, décadas después, buena parte de los programas de asistencia al desempleo que proliferarían en los países de América Latina.

Es así que, desde finales de la década del 60, las formas de enfrentamiento de las expresiones de la “cuestión social” en la región suponen una línea de continuidad entre las estrategias de “lucha contra la pobreza” y la militarización de las relaciones sociales: aunque posean una naturaleza diversa, comparten el mismo objetivo de disuadir posibles “conductas insurgentes”. Nada mejor que las propias palabras de McNamara, para retratar cómo el enfrentamiento de la pobreza y la militarización “andan de la mano”, cuando la desigualdad social es vista como “amenaza” a la seguridad nacional: “la pobreza y la injusticia social pueden poner en peligro la seguridad del país, tanto como cualquier amenaza militar” (McNamara, 1968).

6 Pereira (2010, p. 265) destaca la preocupación que manifestaba el establishment norteamericano por el avance de ideales progresistas o revolucionarios entre los campesinos de la periferia del sistema (relacionados con el gobierno de Allende en Chile, o la nacionalización del petróleo y la reforma agraria en el Perú), de ahí que desactivar su activismo fuese considerado estratégico. Esta estrategia de larga data, se ensayaría algunas décadas después en Haití – con posterioridad al terremoto de 2010 –, donde Monsanto en articulación con la USAID, “donaría” semillas transgénicas a los campesinos, para imponer el paquete tecnológico y destruir la soberanía alimentaria de ese país (Almeida, 2016).

7 El discurso de McNamara en 1975 retrata que las ciudades también serán objeto de preocupación por la intervención del BM en una clave de contrainsurgencia: “Históricamente, la violencia y los disturbios civiles son más comunes en las ciudades que en el ámbito rural. Entre los grupos urbanos de bajos ingresos las frustraciones se inflaman y son fácilmente aprovechadas por los extremistas políticos. Si las ciudades no empiezan a tratar de manera más constructiva el problema de la pobreza, ésta puede muy bien comenzar a tratar de manera más destructiva las ciudades. Este no es un problema que admite demora por razones políticas” (en Pereira, 2010, p. 268). Este enfoque no está distante de aquel que fundamenta la militarización de los barrios populares y periféricos en diversos países de América Latina.

Pero es con la crisis estructural del capital que se manifiesta a partir de los años 1970 y de la amenaza de contestación de la supremacía imperial norteamericana, que se intensifica la preocupación de los organismos internacionales de financiamiento ante el rumbo politico y económico que siguen los países dependientes. En las próximas décadas, el recetario del Consenso de Washington obedecería a la necesidad de reorganización económica y espacial del capital en busca de nuevos terrenos de acumulación que le permitieran sortear su crisis. La liberalización de la economía y la desregulación comercial de las finanzas y de la producción tendrían como objetivo la apertura al comercio internacional y a la inversión externa – condiciones necesarias para los Tratados de Libre Comercio (TLC) y los flujos de capitales financieros, sedientos de lucro a corto plazo. Es en el marco de estas estrategias de “resolución” de la crisis del capital, que los países de América Latina irían delineándose como proveedores de materias primas (provenientes de la explotación de recursos naturales) y de fuerza de trabajo barata: propuestas como el Área de Libre Comercio para las Américas (Alca) o la Iniciativa para la integración de la infraestructura regional suramericana (IIRSA)8, tendientes a garantizar el liderazgo económico y el dominio militar de los Estados Unidos en la región, y permitir el acceso a mercados decisivos y al control de recursos naturales estratégicos9, completando por otras vías la ya extendida presencia norteamericana retratada en las bases militares que rodean la región10. En última instancia, se trata de proyectos de reorganización territorial que garantizan el acceso a recursos naturales estratégicos por medio del monopolio económico y del control militar real o potencial, y que posibilitan respuestas rápidas para cualquier situación de “riesgo” a la gobernabilidad, como sublevaciones y disturbios urbanos11.

8 Según Ceceña (2013), IIRSA constituye una iniciativa inédita por ser el mayor proyecto de infraestructura en la historia de la región (en las áreas fluvial, marítima, energética y de comunicación), como soporte de exportación de commodities, construcción de mega proyectos y canales de comunicación para las empresas extractivas y el agronegocio, que demandan una ampliación de la producción energética para sustentar el ritmo de explotación del continente.

9 Recordemos que dentro de la segunda región en importancia energética en el mundo (biodiversidad, petróleo y agua) se encuentran países como México y Venezuela, con reservas importantes en Colombia, Argentina, Ecuador, área de las Malvinas y el mar territorial de Brasil. El “Plan Puebla-Panamá”, el “Plan Colombia”, el “Plan Dignidad” en Bolivia, así como los intentos de materializar negociaciones individualizadas con los países a través de los TLC, suponen estrategias que combinan iniciativas económicas, militares y socioculturales para el desarrollo control de esas áreas estratégicas (Ceceña, 2004; 2007; 2013).

10 No es por casualidad que: “la inversión en armamentos en la región ha crecido en los últimos años. En 2008, los gastos militares de los países sudamericanos alcanzaron la cifra de 51.000 millones de dólares, lo que representa un aumento del 30% en relación a los valores gastados en 2007. Brasil lidera el ranking de gastos con 15.470 millones de dólares, seguido de Colombia (US $ 6.56 mil millones) y Chile (US $ 4.86 mil millones)” (Castelo, 2010, p 6-7).

11 Ceceña (2013) nos recuerda el significado del avance del golpe en Honduras en 2009, para detener el avance de integraciones alternativas a través del Alba.

Al observar la implementación de las ortodoxas agendas neoliberales en la enorme mayoría de los gobiernos latinoamericanos durante la década de 1990, veremos que la escasa inversión pública en políticas sociales, el ajuste fiscal y las privatizaciones de bienes y servicios públicos (actividades económicas rentables para nuevos espacios de acumulación privados), serían medidas que apuntarían a la garantía de un superávit fiscal permanente necesario para el pago de una deuda externa, impuesta de forma ilegítima por aquellos organismos, incluso bajo genocidas gobiernos dictatoriales.

Además, diversos analistas coinciden al apuntar una readecuación en la estrategia más ortodoxa de ajuste estructural del BM, desde mediados de la década de 1990, frente a la preocupación por la inestabilidad política provocada por medidas antipopulares que dispararon el hambre, el desempleo y la desigualdad social en proporciones inéditas. Es en este contexto que la idea de “combate a la pobreza”, retorna con fuerza, asociada a la “gobernabilidad” de los programas de ajuste estructural promovidos por el BM en conjunto con el FMI. La preocupación por los procesos de “ajuste con rostro humano”, capaces de garantizar la modernización y el crecimiento económico en condiciones de mayor “estabilidad social y política”, vuelve a interpelar al Estado como “promotor” del desarrollo social. Así, “... en los documentos del BM, las primeras alusiones a la pobreza formaban parte del argumento que intentaba probar el fracaso de las políticas populistas e intervencionistas en correspondencia con el momento de mayor satanización del Estado. En una segunda instancia, fue el riesgo de conflictividad social lo que pasó a ser la primera preocupación e hizo reaparecer el tema como advertencia a los gobiernos. De manera gradual, el Estado volvió a ser interpelado en su función de regulación de lo social, demandándole políticas sociales más activas, aunque éstas no hayan perdido su carácter asistencialista y de subordinación a la economía” (Grassi, 2004, p. 182-183).

En esta lógica, los Programas de Combate a la Pobreza se constituyen en respuestas de emergencia que consolidan una intervención social residual del Estado en los parámetros de una supuesta inversión social “más eficiente”: la garantía de niveles mínimos de educación, salud y alimentación (en algunos casos, a través de la transferencia de recursos monetarios que sustituyen servicios sociales y políticas públicas más estructurales), la concentración de recursos en programas de nutrición y en “grupos de riesgo” o la creación de programas de empleo de emergencia – en realidad, programas de asistencia al desempleo –; que integran los principales programas financiados por estos organismos para aliviar la pobreza (Draibe, 1993), diluir tensiones y evitar convulsiones sociales de envergadura en la región.

A la luz de las rebeliones populares que emergen desde mediados de la década del 90 en países como Bolivia, Ecuador, Argentina y Venezuela, el enfrentamiento de la pobreza “como una cuestión de seguridad” adquiere nuevas proporciones y perfila la política social como parte de un conjunto de mecanismos de contrainsurgencia. De actividades norteamericanas en la region centroamericana: un corridor militarizado que va desde Colombia hasta México y se extiende hacia el sur con Perú y Paraguay – una ruta segura que recorre América de norte a sur.

De acuerdo con Ceceña (2004; 2007; 2013), la militarización de las relaciones sociales se explica por la premisa de producir una “dominación de espectro completo”12 que abarca un conjunto de iniciativas que no se restringen a situaciones de guerra abierta e incluyen acciones de contrainsurgencia muy diversificadas, entre las cuales se destacan: la presencia masiva de bases militares en regiones estratégicas, el control de las fronteras, la creación de bases de datos con información personal con fines de inteligencia, la introducción de nuevas funciones en las policías asignadas en la seguridad interna, cambios en la legislación (al igual que la generalización de leyes antiterroristas para enfrentar las luchas de los movimientos sociales, presentes en la pauta política de países como Chile, Paraguay, Argentina y Brasil, entre otros). Según esta intelectual, se trata de estrategias que operan con la idea de un “enemigo difuso y relativamente invisible”, que puede ser identificado con un grupo de mujeres y niños que se rebelan contra una represa, o una masa urbana que protesta contra el precio del transporte, y requieren un control que abarque diferentes puntos de observación y manejo del “enemigo”: aguas, espacio atmosférico, superficies terrestres, espacios públicos y privados, barrios populares, etc.

Como hemos afirmado, no solo la instalación de bases y fuerzas militares cumpliría con el objetivo de prevenir o contener posibles procesos de insurgencia en la región: las estrategias de intervención del Estado frente a la “cuestión social” también deberían cumplir la función de amortiguar los conflictos sociales y funcionar como “antídoto” ante cualquier situación potencial de organización de las clases subalternas. De ahí que las políticas sociales centradas en la idea de “combate a la pobreza” también sean consideradas aquí como expresión de las acciones diversificadas de contrainsurgencia.

Veamos ejemplos que retratan la funcionalidad “oculta” de contrainsurgencia de algunos programas sociales que se multiplican frente al crecimiento de aristas de resistencia en las expresiones de la “cuestión social”.

No es casualidad que en los años 90, el BM financiara en Ecuador proyectos – como el Proyecto de Desarrollo de los Pueblos Indígenas y Negros de Ecuador (Prodepine) – basados en estrategias que buscaban orientar el movimiento hacia un discurso “etnicista excluyente”, reduciendo sus demandas a la gestión de obras sociales y programas que evitasen levantamientos y protestas: “La experiencia de los Andes del Ecuador muestra las tremendas limitaciones como entidades calmantes de la pobreza, y, al mismo tiempo, su extraordinaria eficiencia en la cooptación y aislamiento de los pisos intermedios del movimiento indígena” (Zaldívar, 2001).

Al pensar en la experiencia mexicana en este mismo periodo es imposible desvincular el crecimiento de la intervención del Estado en las expresiones de la “cuestión social” – a través de programas sociales, como Pronasol o el reparto de tierras conquistadas por el zapatismo a “organizaciones sociales” aliadas a los paramilitares – del conflicto que representa la organización armada y comunal de los indígenas chiapanecos (ver el análisis propuesto por Zibechi, 2010). Por otro lado, no podríamos desvincularla de iniciativas de una década después, como el Plan México de 2005, que representa el primer acuerdo de seguridad subregional del continente: con la justificativa de “operativos antiterroristas” o de “guerra al narcotráfico” frente al crecimiento de la violencia que provoca desapariciones y desplazamientos, las intervenciones de estos organismos logran finalmente la apertura del sector energético para subsidiar el patrón de producción primario exportador (Ceceña, 2013).

Es interesante recurrir también al ejemplo de Bolivia, retomando las principales líneas de intervención social de la USAID13 con posterioridad a la insurrección de octubre de 2003. Podemos observar la estrecha relación entre estas estrategias y la dinámica de configuración de la disputa de clases en ese país: buscan orientar los recursos naturales para el mercado mundial (con el argumento falaz de que los mismos posibilitarían el desarrollo de los llamados “países pobres”) y son funcionales a la criminalización de los procesos de auto-organización del movimiento indígena.

Agencia de EEUU para el “desarrollo internacional que viabiliza la cooperación económica, técnica y financiera del gobierno de ese país”. Entre sus líneas prioritarias de intervención se destacan: 1) democracia; 2) oportunidades económicas; 3) medio ambiente - donde se sugiere la idea de “bosque, agua y recursos de la biodiversidad administrados para promover el crecimiento económico sostenible”; 4) salud; 5) desarrollo integral alternativo - que reza “economía lícita y con crecimiento económico sostenible en áreas asociadas a la producción de coca”; 6) seguridad alimentaria; 7) iniciativas democráticas - donde se sustentan proyectos sociales que buscan “reducir tensiones en áreas conflictivas a través del desarrollo comunitario” o el “apoyo a líderes indígenas elegidos”. En las mismas, es evidente el interés en torno a recursos naturales estratégicos y el intento de controlar / dar formato a la organización de los líderes indígenas de la región. Consultar www.usaidbolivia.org.bo (acceso el 15 de febrero de 2007) (Marro, 2009).

Por su parte, Zibechi (2006, p. 61) reflexiona sobre la producción de un informe, comandado por ese organismo, con el objetivo de promover un conjunto de acciones sociales y de infraestructura urbana, para dar respuesta a las demandas de los movimientos de El Alto, en estrecha relación con objetivos de neutralización de la organización territorial (asentada en las “juntas de vecinos”), y de control social sobre el espacio geográfico.

El caso argentino muestra la presencia del BM a partir de la década de los ’90, en un conjunto de programas público sociales que crecen de forma directamente proporcional a la evolución de la tasa de desempleo y del conflicto social, de la mano de un heterogéneo movimiento de trabajadores desocupados que desnuda una expresión de la “cuestión social” de difícil resolución. Las primeras versiones surgen como respuesta a las rebeliones que explotan en diversos puntos del interior del país (en ciudades de las provincias de Neuquén, Salta y Corrientes), hasta ganar contornos más sistemáticos en los programas sociales de asistencia al desempleo, que se estructuran desde el final de la década de 1990, para contener un movimiento que adquirió dimensiones nacionales. Su versión más acabada, el PJJHD14, que unifica nacionalmente la respuesta asistencial contra el desempleo en el auge de la crisis que inaugura el año 2002, acompañada de una intervención represiva contundente – nos referimos a la Masacre del Puente Pueyrredón15 –, son las vías privilegiadas por las clases dominantes para “contener” la irradiación potencial de sus luchas para otros segmentos de las clases subalternas y “apagar” los trazos de resistencia presentes en las expresiones de la “cuestión social”.

Frente a la utilización por parte de los gobiernos locales, de los programas asistenciales como recursos clientelistas para la desmovilización de las primeras rebeliones de los años 96, 97 y 99, los trabajadores desocupados empiezan a ensayar formas alternativas de organización de las contrapartidas exigidas por los programas de transferencia de ingresos, en el marco de procesos colectivos de lucha en barrios y comunidades pobres del país (idem).

14 El programa de transferencia de ingresos, “Programa Jefes y Jefas de Hogar Desocupados”, creado en enero de 2002 por el gobierno de Duhalde (contexto inmediato posterior a la profunda crisis de diciembre de 2001) fue, en la época, el programa asistencial de mayor alcance nacional ya creado en la historia del país (ídem).

15 Nos referimos al asesinato de dos trabajadores desocupados, por parte de las fuerzas policiales, en el marco de la jornada de lucha del 26 de junio de 2002, en la cual cuatro organizaciones importantes de desocupados bloquearon los accesos a la capital federal con el objetivo de dar visibilidad a sus demandas en un contexto de aumento vertiginoso del desempleo y del empobrecimiento de la población argentina (ídem).

Sin embargo, el caso haitiano tal vez sea el que mejor retrata la presencia de estrategias de contrainsurgencia en el enfrentamiento de las expresiones de la “cuestión social”, por la vía de la “cooperación” internacional de organismos como el BM, el FMI y la USAID – sobre todo en el área alimentaria, pero también en relación con la asistencia social, la salud, la vivienda. Los trabajos de Almeida (2016) y Bezerra (2016) muestran la funcionalidad de esa intervención con los proyectos imperiales de los EEUU, para garantizar el libre comercio para sus mercancías agrícolas, la liberalización del mercado de tierras (y acceso a los bosques, los minerales y las aguas) y el acceso irrestricto a la fuerza de trabajo barata. A través del financiamiento de ONG que se configuran como “arma alimentaria” (Louis & Juste, 2009), se intensifican acciones de enfrentamiento de la miseria al calor de los levantamientos populares, para suavizar el saqueo de los recursos naturales, la superexplotación de la fuerza de trabajo, y la pérdida de la soberanía alimentaria.

No podríamos dejar de mencionar en este rápido recorrido, al programa “Bolsa Familia”, una de las principales referencias de intervención social del gobierno del PT en Brasil mencionado por diversos organismos como la ONU, la OIT, el BM – que tiene, inclusive, una sección específica para su acompañamiento. Es evidente que no podemos subestimar la importancia de esta medida para el enfrentamiento de las situaciones de miseria y pobreza extrema de los trabajadores brasileños, sobre todo considerando la historia de desigualdad, concentración de tierra, analfabetismo y superexplotación que caracterizan al país16. Inaugurado en el primer mandato del gobierno de Lula, constituye una de las respuestas asistenciales de mayor alcance en la historia del Brasil (atiende 47,8 millones de personas, lo que representa cerca del 23% de la población), sigue el modelo de transferencia de ingresos con condicionalidades, según los modelos de los Programas de Combate a la Pobreza propuestos por estos organismos. Así, los gobiernos del PT concentrarían esfuerzos significativos en reducir la pobreza extrema y revertir algunas de las consecuencias sociales más crudas de las políticas neoliberales, pero sin interferir en la orientación hegemónica de la política económica. La mejora de los indicadores sociales; el aumento de los gastos en las áreas sociales; el aumento del salario mínimo y la expansión de la oferta de empleo formal, y el crecimiento de la capacidad de consumo se vuelven relativos al observar la permanencia de una estructura tributaria extremadamente regresiva.

16 Tampoco podríamos subestimar la importancia de un conjunto de políticas y programas criados durante los gobiernos del PT, que expresaron de forma contradictoria, reivindicaciones históricas de diversos movimientos sociales; algunos de los cuales vienen siendo sistemáticamente

El aumento de la concentración de la riqueza y de la propiedad de la tierra, el crecimiento de los accidentes de trabajo y la superexplotación de la fuerza de trabajo8, el crecimiento récord de los lucros de los bancos, esto es, el mantenimiento del núcleo duro de la orientación social-liberal de la política económica: meta inflacionaria, superávit primario, ajustes marginales de acuerdo con la coyuntura, liberalización comercial y primacía de las finanzas, privatizaciones de nueva generación (Mota, 2012; Castelo, 2013; Antunes & Braga 2014; Katz, 2016)8.

Si escuchamos la lectura de un movimiento como el MST observaremos que, sin subestimar la importancia del acceso a un programa que atiende reivindicaciones esenciales de las masas subalternas, no minimiza sus efectos potenciales de desmovilización y señala su carácter insuficiente para enfrentar estructuras sociales desiguales. En 2009, la Secretaría Nacional del movimiento afirmaba: “defendemos todas las políticas públicas que contribuyan a resolver los problemas emergentes de las familias de los trabajadores pobres del campo y de la ciudad, como la cesta básica y el programa Bolsa Familia”; sin embargo, “consideramos insuficientes esas políticas asistencialistas que no resuelven los problemas estructurales de la sociedad brasileña, como la tierra, la educación, la salud y la vivienda”17. No son pocos, los intelectuales críticos de izquierda que coinciden al identificar en el Programa Bolsa Familia como uno de los principales amortiguadores del conflicto social durante los gobiernos del PT, relacionándolo, inclusive, con estrategias de desmovilización de los trabajadores18 destruidos por el ilegítimo gobierno de Temer.

Nos referimos a la Secretaría Nacional de Políticas para las mujeres y al Plan Nacional de Políticas para las Mujeres, la Política Nacional de Salud Integral de la Población Negra, la Política Nacional de Salud Integral de las Poblaciones del Campo y del Bosque, la Secretaría de Políticas de Promoción de la Igualdad Racial, la Política Nacional de Salud Integral LGBT, entre otras.

17 Secretaria Nacional Do MST. Posição sobre a inclusão dos acampados no Bolsa Família, 6/7/09. Disponible en: www.mst.org.br (acceso: 2 de marzo de 2011).

18 Plínio de Arruda Sampaio, intelectual de izquierda históricamente vinculado a la lucha por la tierra, afirmó en cierta ocasión: “hay indicios fuertes de que el programa Bolsa Familia disminuye la combatividad de las personas para luchar por la reforma agraria. Es el efecto más perverso del programa”. En las palabras de una figura como don Tomás Balduino (ex presidente de la comisión pastoral de la tierra): “el asistencialismo es una forma de solución más fácil, y es un hecho que el Bolsa Familia enfrió la lucha de los sin tierra. Solo donde hay conciencia política, las ocupaciones se mantienen”. Para un dirigente importante del MST como Gilmar Mauro: “el programa genera una cierta acomodación, es un amortiguador, pero no resuelve el problema de nadie [...] No es una situación sostenible. En el futuro, la persona puede requerir más ingresos o un empleo. ¿La situación del país va a mejorar para ofrecer uno u otro? De lo contrario, la lucha por la tierra puede volver a ser una opción”. Cf. BEGUOCI, Leandro. Bolsa Família esvazia MST, dizem analistas. 4/11/7. Disponible en: www1.folha.uol.com.br/folha/brasil/ult96u342452.shtml (acceso: 2 de marzo de 2011). Con análisis teóricos y políticos bien diferentes, autores como Coggiola (2009); Oliveira (2010); Zibechi (2010) coinciden en esta línea de interpretación.

Datos analizados por Castelo (2013, p. 126) muestran que durante los ocho años de mandato del gobierno de Lula, los lucros de nueve bancos batieron récords (contabilizando 174 mil millones), mientras que en los años de Fernando Henrique Cardoso el resultado fue de 19 mil millones. Según Castelo (en Mota, 2012, p. 70), el pago de intereses de la deuda interna y externa a las oligarquías financieras, debe ser comprendido como el mayor programa de transferencia de ingresos del país (casi veinte veces mayor que el Programa Bolsa Familia).

En los diversos ejemplos latinoamericanos que aquí expusimos y guardando las debidas diferencias es posible observar una misma línea de continuidad entre esos programas sociales que se vuelven funcionales a las estrategias de prevención, disuasión, persecución y eliminación de cualquier escenario de movilización popular: crecerían de forma tímida en los primeros años de la década de 1990 y vendrían a convertirse, en la contemporaneidad, en la medida privilegiada de enfrentamiento de las desigualdades sociales en la mayoría de los países de la región. Con pequeños cambios de “tono” en su fundamentación (aún centrados en el individuo y en la familia, pero dando un lugar “destacado” a la mujer en la reproducción social y en el cuidado de la familia, exigiendo contrapartidas laborales o condicionalidades vinculadas con la salud y la educación de los hijos), los programas de transferencia de ingresos prevalecen en América Latina como un dato permanente.

Al observar programas financiados por el BM, como el PJJHD en Argentina (2002) o el Prodep (Proyecto para el Desarrollo Comunitario Participativo) en Haití (2004), o, inclusive, los proyectos de “pacificación” de las favelas cariocas para la instalación de las Unidades de Policías Pacificadoras (UPP)19, se evidencia la misma fórmula de enfrentamiento de las expresiones de la “cuestión social” con intervención represivomilitar, tendiente a garantizar la “paz social” en escenarios de creciente movilización o conflicto social. No es casualidad que Brasil pueda ser considerado un laboratorio para la imbricación entre militarización de la vida social y nuevo asistencialismo20.

19 Fleury (2012) problematiza la “militarización de lo social” presente en la propuesta de las UPPs y su funcionalidad con el proceso de mercantilización de la ciudad; la ocupación represiva del territorio; y la despolitización de las decisiones sobre la política urbana: “El rescate del territorio por parte del aparato estatal coercitivo permitió el avance del mercado, siendo visto también como condición de la expansión de la ciudadanía y de la integración urbana. Pero al traducir lo social como parte de la política de seguridad, se opera un proceso de militarización de lo social, por medio del cual se asegura el predominio del aparato coercitivo sobre la hegemonía [...]. Esta paradoja expresa un proyecto de ciudad que amplía la mercantilización y pretende la integración por el consumo, pero está lejos de asegurar la expansión de la ciudadanía, el reconocimiento de sujetos y la garantía de derecho a la ciudad” (p.219-220).

20 Lima (2016) analiza algunas tendencias represivas del Estado en la ciudad de Río de Janeiro – sede de grandes eventos internacionales, como la Jornada Mundial de la Juventud (2013), la Copa del Mundo (2014) y las Olimpiadas (2016) –, que operan por medio de una imbricación entre la política de seguridad pública y la política de asistencia social, redundando en desalojos de la población trabajadora; en la separación de mujeres usuarias de crack de sus hijos; en la captura e internación obligatoria a usuarios de drogas, entre otras.

Según Netto, “La articulación orgánica de la represión a las ‘clases peligrosas’ y la asistencialización minimalista de las políticas sociales dirigidas al enfrentamiento de la ‘cuestión social’, constituye una faceta contemporánea de la barbarie” (2010, p. 24).

Hemos privilegiado en nuestro análisis, la dimensión política de estos programas, que funcionan como recursos, nada despreciables, para el ejercicio de la dominación burguesa: ¿Cómo ofrecer un nuevo pacto conciliatorio entre las clases en un contexto donde la dinámica de la acumulación capitalista no permite concesiones ni promesas de bienestar social, capaces de “integrar” a los trabajadores?21. Las políticas sociales compensatorias cumplen esta función, al “instrumentalizar la pobreza” y gestionar burocráticamente los conflictos sociales22.

No podemos desconocer que su prevalencia se explica a partir de la producción contemporánea de una masa de trabajadores para los que no existen mecanismos socioeconómicos más sólidos de abordaje, capaces de revertir esa tendencia. Es posible constatar una profunda modificación del patrón de intervención social del Estado, funcional al aumento de la subordinación del trabajo al capital – retratada por los procesos de reestructuración productiva. Se trata de un perfil de política social residual y de emergencia (predominantemente asistencial) para tratar las consecuencias sociales del ajuste neoliberal, expresando la “construcción” de una “cuestión social” que se aborda en términos de “pobreza” o “desempleo”, de forma desarticulada (pero funcional) de las condiciones de explotación de la fuerza de trabajo23. Es un tipo de respuesta social que, al ser incapaz de interpelar las condiciones de empleo de la fuerza de trabajo, los niveles de los salarios o los mecanismos de protección social del trabajo, debe limitarse a la “administración” de las expresiones inmediatas del desempleo y de la pobreza, apoyándose, incluso, en la profundización de los mecanismos de militarización.

21 Ver los análisis presentes en el libro organizado por Mota (2012), sobre todo, en los artículos de Mota; Maranhão; y Tavares & Sitcovsky. Ver también los debates que relacionan a las políticas sociales compensatorias con las estrategias de ejercicio de la hegemonía “a la inversa” (Oliveira; Braga; Rizek, 2010).

22 La expresión pertenece al profesor Francisco de Oliveira, cuyo debate puede ser acompañado en Oliveira; Braga; Rizek (2010).

23 Las investigaciones de Sitcovsky (en Mota, 2012), muestran la interferencia del programa Bolsa Familia en la reproducción de la superpoblación relativa, flotante y latente trabajadores urbanos y rurales, precarizados e informales –, así como también, mantiene parte de la superpoblación relativa estancada, que se refiere a los trabajadores miserables, incapaces de desarrollar actividades laborales.

La hipertrofia de las respuestas asistenciales, implícita en la generalización de programas de transferencia de ingresos – que son incapaces de garantizar derechos frente a la ausencia de inversión pública en infraestructura y en servicios sociales universales – como mecanismos privilegiados de enfrentamiento y administración despolitizante de las expresiones más bárbaras de la “cuestión social”, tiene como contra cara el endurecimiento de las funciones represivas del Estado, fundamentalmente en escenarios de crisis social y política como los que mencionamos páginas atrás.

No es casual que organismos como el FMI, el BM y USAID hayan estado tan preocupados en formatear políticas económicas y medidas gubernamentales que han sido responsables de la producción ampliada de la desigualdad social, así como de las supuestas medidas que buscaron enfrentarla: el “combate a la pobreza” como uno de los mecanismos de la contrainsurgencia amplía la brecha de la desigualdad que dice atacar y funciona como una artimaña para el apaciguamiento de potenciales rebeliones que puedan proliferar en escenarios con tamaña desestructuración social. El ejemplo concreto de las políticas alimentarias promovidas por estos organismos retratan medidas de emergencia, que al mismo tiempo en que desaceleran la inestabilidad política producida por el hambre, abren nuevos mercados para la industria alimenticia de los países centrales, articulándose, inclusive, con estrategias de inteligencia militar24.

Aunque la idea de “lucha contra la pobreza” del BM haya tenido, a lo largo de las últimas cuatro décadas, énfasis heterogéneos en las agendas de los diferentes gobiernos latinoamericanos, no deberíamos subestimar la prevalencia de un modelo de política social funcional y la concentración de la propiedad de la tierra, la privatización de los servicios sociales y políticas más universales (retracción de derechos), la mercantilización de las ciudades, la especulación inmobiliaria, y la superexplotación de la fuerza de trabajo25.

24 Algunos trabajos apuntan esta trayectoria en empresas como Monsanto, Nestlé, United Fruit Company, entre otras. Consultar Coggiola (2009); Almeida (2016); Bezerra (2016); Frederick 2017). Este último, analiza la estrecha cooperación entre empresas transnacionales - como Nestlé - y la inteligencia militar, la cual sería encargada de brindar informaciones sobre activistas y resistencias a los procesos de privatización del agua y demás recursos naturales; trayectoria que data, inclusive, del Chile de Pinochet.

25 Sitcovsky & Tavares (en Mota, 2012) muestran a los programas de transferencia de ingresos como una modalidad de protección social que coincide y subsidia la expansión del trabajo precarizado, en un contexto donde el capitalismo no permite la creación de empleos protegidos o sistemas de seguridad social más amplios. Como programas sociales que permiten la reproducción de una población precarizada y superflua, constituyen parte de las estrategias del capital para enfrentar la crisis, compatibles con los nuevos métodos de explotación del trabajo.

Es posible observer algunas excepciones importantes en materia de seguridad social en la región (nos referimos, por ejemplo, a la ampliación del carácter público y universal de la previsión social en Argentina, a la expansión de las misiones venezolanas o a las iniciativas del gobierno boliviano de Evo Morales), pero esto no niega la orientación mayoritaria de las políticas de educación, salud, vivienda y asistencia social.

En ese sentido, no deberíamos desconocer la paradoja que se observa en algunos países de la región a partir de sus “gobiernos progresistas” (como Brasil o Argentina, aunque con algunas diferencias importantes), donde prevalecen economías basadas en un patrón de producción primario-exportador, con primacía de la agromineradora, el extractivismo, la industria montadora y los servicios transnacionales26 – por lo tanto, basadas en la depredación de las tierras y en la concentración agraria; en la destrucción de la biodiversidad; en el agotamiento de los recursos hídricos, y la superexplotación de la fuerza de trabajo – y utilizan la “abundancia” temporal del mercado de los commodities para expandir políticas de distribución de ingresos y mejoría relativa de las condiciones de vida de la clase trabajadora que no suponen una verdadera redistribución social (Behring, 2012 y 2016). Por ejemplo, los gobiernos del PT27, combinaron el mayor lucro de los bancos en la historia del país, el apoyo al agronegocio, el mantenimiento de los ejes centrales de la política económica neoliberal (superávit primario + pago de la deuda + elevados intereses) con importantes e inéditas políticas que redujeron el desempleo y la pobreza extrema, formalizaron el mercado de trabajo, valorizaron el salario mínimo, aumentaron el consume, expandieron políticas sociales compensatorias, y engrosaron, junto a otros gobiernos más radicales, un activismo geopolítico importante para la región.

Es justamente de este escenario que derivan las principales expresiones de la cuestión social que golpean cotidianamente la puerta de los trabajadores sociales, al mismo tiempo que explica la orientación de un conjunto de políticas sociales – principales espacios de actuación profesional – funcionales o, en algunos casos, promotoras directas del proceso de mercantilización de las ciudades, de expropiación de las tierras, de expulsión de los trabajadores, de destrucción de la soberanía alimentaria, que benefician el agronegocio, las corporaciones del sector inmobiliario, los bancos y las empresas de transporte, entre otros.

26 Se trata de un modelo que se distancia inicialmente del neoliberalismo, sin incluir medidas necesarias para proceder a una redistribución real de los ingresos y un cambio en la matriz productiva. Las crisis económicas y políticas en curso nos muestran que ya que no se trata apenas de disputar parte de la renta agraria o petrolera, sino de alterar y romper con este patrón agroexportador que implica límites estructurales para el desarrollo por su propia ecuación: endeudamiento y dependencia externa; destrucción ambiental; superexplotación de la fuerza de trabajo; extrema desigualdad social, sólo para nombrar algunos obstáculos (Katz, 2016).

2.3 La resistencia de los de abajo para interrogar la actuación profesional

En el contexto que hemos analizado es importante problematizar el significado social de la profesión, considerando las diferencias históricas que existen entre aquella “cuestión social” que gana contornos específicos y se consolida en el capitalismo monopolista de las primeras décadas del siglo XX (que tienen como núcleo central los procesos de administración, regulación y reproducción de la fuerza de trabajo, fundamentalmente de sus segmentos activos) y, por otro lado, la “cuestión social” contemporánea, determinada por las nuevas formas de trabajo precario, desprotegido, con una maciza afirmación del desempleo estructural. Es innegable que la función de la profesión en la reproducción social se redimensiona profundamente en un escenario donde las formas de enfrentamiento de la “cuestión social” combinan la hipertrofia de la acción represiva del Estado con la centralidad de la acción asistencial, como mecanismos privilegiados de abordaje de esa población superflua. De ahí que las políticas sociales que prevalecen –pautadas por la asistencialización de las situaciones de superexplotación y desempleo de vastos segmentos de las masas trabajadores (Mota, 2008) y caracterizadas por funciones de contrainsurgencia – tartan de diluir los componentes de resistencia (presentes en las experiencias de desocupados, trabajadores sin techo, campesinos, indígenas), antes de ofrecer posibles garantías de protección social para las condiciones de vida y de trabajo de esos segmentos.

En este contexto, ¿cómo comprendemos las demandas profesionales que se presentan al Trabajo Social? Considerando el análisis del movimiento de las clases subalternas como condición para indagar los significados de nuestra intervención en las diversas expresiones del conflicto de clases, analizaremos algunos ejemplos de demandas profesionales que se sitúan en la política de asistencia social, de habitación o en el ámbito de la cuestión rural y ambiental, y problematizaremos su posible funcionalidad con estrategias de subalteración y apaciguamiento, y tensión a partir de las luchas sociales.

27 De hecho, lo que observamos con el impeachment de Dilma en 2016, es también el agotamiento de un modelo de gobierno que intentó conciliar lo inconciliable, y expresa que el capitalismo contemporáneo reserva minúsculos espacios para cualquier avance social sin rupturas y conflictos, sobre todo en un contexto de crisis económica (acelerada desde 2008). Tal como sugiere Katz (2016), radicalizar implicaría necesariamente confrontar el patrón primario exportador.

Comencemos indagando, por ejemplo, el significado político de la relación que se establece entre la política asistencial y la condición de los trabajadores que se configuran como sus usuarios. Como parte del patrón de tratamiento de la cuestión social que describíamos líneas atrás, observamos la existencia de programas sociales asistenciales que amplían su gama de beneficiarios más allá de sus usuarios clásicos – incluyendo parcelas significativas de segmentos aptos para el trabajo, pero “forzados socialmente a la ociosidad” (Mota, 2008) –, o crecen aceleradamente para responder a escenarios sociales cada vez más conflictivos y “explosivos”. En este contexto, son notorios para la intervención profesional del Trabajador Social, los programas que definen contornos claros de moralización de los comportamientos individuales y familiares, frente a la imposibilidad de superar un horizonte de tratamiento de la “cuestión social” más allá de sus manifestaciones inmediatas. Al reducir a los trabajadores a “objetos pasivos” de políticas sociales compensatorias – al “definir a este segmento de clase como ‘excluidos’ y a los programas de asistencia social como estrategia de inclusión” (Mota, 2008, p. 141) –estos programas sociales tienen efectos claros en la despolitización de las desigualdades de clase, que pasan a ser tratadas por medio de “mistificadoras” promesas de modificación comportamental del individuo y de la familia. No es por casualidad que, frente a la dinámica de expulsión del proceso de producción de grandes segmentos de la población, se multiplican, casi de forma complementaria, el discurso moral de la política social y del trabajo: el empleo se vuelve importante “a cualquier costo y en cualquier condición” (Grassi, 2003) – por ejemplo, en el discurso conservador, alimentado por los medios y fotalecido en los niveles medios, es más “digerible” (y más invisible) un trabajador precarizado, sometido a regímenes de superexplotación del trabajo o, inclusive, análogo a situaciones de esclavitud, que un trabajador desempleado que demanda, colectivamente, respuestas sociales del Estado.

En los discursos institucionales que los trabajadores sociales enfrentamos, es común observar posturas acríticas, despolitizadas, moralistas o, inclusive, culpabilizadoras en relación con la condición de desempleo; o frente al rechazo de inserción en el mercado formal por parte de algunos usuarios, sea porque encuentran en el mercado informal mecanismos más flexibles o efectivos (aunque desprotegidos) para garantizar la reproducción familiar, o porque se oponen a trabajar en determinadas condiciones.

El tratamiento (mistificador) del desempleo de esas masas trabajadoras excedentes como una “cuestión de política de asistencia”28, no hace otra cosa que consolidar las orientaciones regresivas de la década neoliberal pasada.

Cuando se pretende articularlas al mercado de trabajo: a) sus intervenciones suponen actividades residuales, de baja cualificación o con limitados impactos en las condiciones de vida y de trabajo de esas masas (son incapaces de revertir el desempleo de larga data, aunque puedan funcionar, en algunos casos como mecanismos para evitar la pérdida absoluta de atributos productivos de determinados segmentos utilizados en condiciones de superexplotación); b) tienen efectos indirectos funcionales en los procesos de precarización y desvalorización de la fuerza de trabajo (desde la utilización de esa fuerza de trabajo para la construcción de una precaria infraestructura pública hasta sus impactos perversos como depreciado “encubierto” salario mínimo); c) y actúan sobre los efectos más visibles de la creciente desigualdad social – en coyunturas económicas críticas, tienen el poder de reactivar la capacidad de consumo de las masas trabajadoras29, así como de camuflar los índices de desempleo, aunque sin revertir su situación de pobreza. Cuando, además, se presentan como políticas sociales de asistencia a la pobreza, su carácter focalizado y selectivo expresa la ausencia de cualquier política redistributiva, imposibilitada también por la permanencia de un regresivo sistema tributario y de una estructura de financiamiento público pautada en la lógica del “ajuste” – recordemos que según el modelo del BM, los gobiernos deben combinar cortes del presupuesto social (o privatizaciones) para políticas más universales y estructuradoras, con la expansión de programas sociales compensatorios .

Cuando los trabajadores sociales somos llamados a trabajar en este escenario, resulta fundamental comprender el significado político de este perfil de política social, también a partir de su relación con los mecanismos socioculturales de neutralización de las posibles intervenciones políticas de las clases subalternas. ¿Cómo tensionamos estas demandas profesionales a partir de las luchas sociales? Analicemos algunos ejemplos que nos muestran como los trabajadores sociales podemos actuar en esa relación.

28 Mota reflexiona sobre el papel – estructuralmente imposible – que está llamado a desempeñar la política de asistencia social como mecanismo “integrador” en lugar del papel desempeñado por el trabajo (Mota, 2008, p. 144).

29 Las investigaciones de Behring (2016) vienen apuntando el papel de estos programas sociales que compensan la intensificación de la explotación, así como mecanismos que impulsan la rotación del capital vía consumo. Ver también los análisis presentes en Mota (2012).

La asociación creciente entre la política de seguridad pública y la política de asistencia social en la ciudad de Río de Janeiro, en el ejemplo de la “Operación Verano” y del “Plan Verano”30, pone de manifiesto los peligros de una “represión barnizada por un discurso protector” (Lima, 2016) y de los impactos en la actuación profesional. Es interesante rescatar las acciones de movilización y organización de los trabajadores sociales junto al CRESS-RJ31, otras entidades sociales y profesionales, y movimientos sociales que actúan en la defensa de los derechos humanos, para construir orientaciones profesionales frente a las demandas de retirada compulsiva de niños y jóvenes (incluso sin indicio de negligencia familiar o práctica de acto infractor), fiscalización de comportamientos y realización de visitas domiciliarias obligatorias. A su vez, estas acciones fueron fundamentales para garantizar una posición de autonomía y resguardar el ejercicio profesional de una acción gubernamental que estaba violando derechos y constriñendo la movilidad urbana de niños y adolescentes; reproduciendo una lógica coercitiva e higienista; instaurando una dinámica de militarización de la política de asistencia social e hiriendo principios y directrices del Código de Ética Profesional de los Asistentes Sociales en Brasil. Son iniciativas que, por la mediación de la organización colectiva del colectivo profesional y en articulación con diversos movimientos sociales, abren brechas para una actuación profesional que cuestiona mandatos institucionales pautados por la lógica de la contrainsurgencia.

Otro ejemplo importante son las demandas profesionales que se relacionan con procesos de desalojo, remociones, construcción de viviendas populares o asentamientos agrarios, y refuerzan la importancia de la articulación de nuestra actuación profesional con las iniciativas colectivas por parte de trabajadores desocupados, movimientos urbanos, trabajadores sin tierra, indígenas. Se trata de una agenda central: por un lado, porque en las expresiones de la “cuestión social” hay una unidad intrínseca de la cuestión agraria, urbana y ambiental32; por otro lado, porque es una demanda pautada a partir de políticas sociales que son funcionales o, inclusive, promotoras directas de procesos de mercantilización de las ciudades, de expropiación de tierras, de expulsión de trabajadores, de destrucción de la soberanía alimentaria.

31 Consejo Profesional de Servicio Social de Rio de Janeiro – colegio profesional que aglutina a los trabajadores sociales del estado de Rio de Janeiro y se articula a la instancia colegiada nacional, el Consejo Federal de Servicio Social (CFESS).

32 Ver los análisis presentes en los artículos de Bezerra y Santana (en Abramides & Duriguetto, 2014).

Es posible verificar el crecimiento de demandas relacionadas con conflictos por vivienda, derivadas de procesos de desalojo compulsivo, provocados por intervenciones del poder público o empresas privadas, como obras viales, operaciones urbanas (como la Operación Verano, de la que hablábamos anteriormeonte), obras de saneamiento o ambientales en el marco de los proyectos de reorganización territorial que mencionamos antes, funcionales a las necesidades del extractivismo mineropetrolero33. No fueron pocos los movimientos populares en Brasil que denunciaron la asociación de la actuación del trabajador social con acciones autoritarias de marcación de casas que iban a ser derrumbadas, de recolección de datos personales de la población evitando información sobre los desalojo, de presión y persecución de trabajadores que se resistían a aceptar indemnizaciones que no correspondían al tamaño del perjuicio. Es posible observer, también, trabajadores sociales contratados por esas empresas, que reconocen que su acción es requerida para “apaciguar” a la población frente a los impactos sociales y ambientales provocados por las obras que realizan. Así, los trabajadores sociales somos requeridos para abordar y silenciar las aristas conflictivas de intensos procesos de desorganización de la vida social y de las actividades productivas de estas poblaciones, el creciente desempleo, las consecuencias sociales de los flujos migratorios, la violencia contra las mujeres que crece en obras que movilizan contingentes monumentales de hombres en condiciones de superexplotación, la sobrecarga de la red de servicios, la expropiación de tierras y el desplazamiento de la población, el aumento del empobrecimiento, el crecimiento de enfermedades variadas en áreas inundadas (Nunes, 2013).

Afortunadamente, no son pocos los trabajadores sociales que vienen problematizando estas requisiciones profesionales, participando de los Comités Populares de la Copa34, foros o, incluso, de movimientos sociales que denuncian y resisten las violaciones de derechos en remociones y desalojos o desastres ambientales que son producto de este patrón de desarrollo.

33 Pensemos en las obras del Programa de Aceleración del Crecimiento (PAC) implementado por el gobierno del PT o los vínculos con inversiones externas relacionadas al IIRSA, inclusive con la presencia de financiamiento público a través del BNDES (Banco Nacional del Desarrollo) (Katz, 2016, p. 48). No es casualidad que estas obras que movilizan un contingente monumental de trabajadores en condiciones de superexplotación coincidan con escenarios de crecimiento vertiginoso de la violencia contra las mujeres (como denuncia el MAB – Movimiento de afectados por represas – en Brasil) o hayan experimentado rebeliones que involucraron a la cifra nada despreciable de 170.000 obreros precarizados, a lo largo y ancho de las obras del PAC en 2011 (Antunes & Braga, 2014).

34 Comités criados con la participación de diversos militantes, movimientos sociales y entidades profesionales, que cumplieron un papel destacado en la investigación, denuncia y construcción de estrategias de resistencia frente a las consecuencias sociales, urbanas y ambientales derivadas de la realización de la Copa del Mundo en Brasil en 2014.

http://web.observatoriodasmetropoles.net/projetomegaeventos/index11e8.html?option=com_conten t&view=article&id=124&Itemid=364, o también https://comitepopulario.wordpress.com/

En esa dirección, rescatamos las acciones realizadas por nuestras entidades profesionales en Brasil denunciando la violación del derecho a la vivienda y a la ciudad, en el sentido de orientar a los trabajadores sociales sobre aspectos tales como:

a) la necesidad de evidenciar el compromiso de la profesión con la defensa de esos derechos sociales

b) la responsabilidad profesional de socialización informació con la población, acerca de los desdoblamientos y derechos en un posible proceso de desalojo

c) la importancia de la participación real de la población y de la existencia de un acuerdo acerca del lugar y las condiciones del reasentamiento

d) la necesidad del trabajador social de tener acceso a la planificación de todas las acciones que se realizan

e) la posibilidad del profesional o de la población de realizar denuncias frente a cualquier irregularidad o incumplimiento de derechos en Defensorías Públicas, tribunales u otros órganos competentes

f) el deber del poder público de brindar condiciones de acceso al conjunto de políticas sociales y de protección especial para mujeres o grupos en situación de vulnerabilidad

g) la necesidad de denunciar cualquier forma de violencia o intimidación en el proceso de desalojo

h) la importancia de la asociación con movimientos sociales y otras entidades que combaten la violación de esos derechos.

Por lo anterior, es fundamental reconocer la importancia de los movimientos urbanos y de lucha por la habitación, de movimientos indígenas y otros que enfrentan la mercantilización de las ciudades o la expoliación de los recursos naturales (en manos de empresas hidroeléctricas, mineras y constructoras de represas), como referencias centrales para problematizar demandas profesionales orientadas a la “reducción” de conflictos, a la cooptación de líderes populares o a la desmovilización de la organización colectiva.

Es importante enfatizar, también, un conjunto de demandas profesionales que se relacionan con la reducción de la reforma agraria a una política compensatoria y dispersa de distribución de asentamientos, preocupada mucho más por el enfrentamiento y apaciguamiento de los conflictos agrarios, que por la construcción de una política de desarrollo y democratización de la tierra. En este contexto, prevalecen programas de transferencia de ingresos que, al mismo tiempo en que cumplen funciones de contrainsurgencia, perpetúan la desigualdad y son funcionales a la superexplotación de esa fuerza de trabajo en regímenes temporales y estacionales, o en obras de infraestructura urbana, que enriquecen al capital pero no atienden las necesidades prioritarias de la población del campo. En esta misma dirección es importante analizar la funcionalidad de las políticas públicas en relación con las necesidades de las industrias extractivas y agroexportadoras: sea por su vínculo con estrategias de integración de las áreas de la reforma agraria al agronegocio o por la existencia de créditos que fomentan la orientación de la agricultura familiar (campesina e indígena) hacia el monocultivo y el uso de agrotóxicos (frente a la ausencia de políticas amplias que fomenten la pequeña producción orgánica) por la possible relación entre los programas de combate a la pobreza y la expulsión / desapropiación de los trabajadores del campo (Cruz, 2016; Guereña, 2016) – cuestiones que impactan directamente la actuación profesional de los trabajadores sociales.

En una coyuntura de negación de la reforma agrarian, de retracción de derechos para los campesinos e indígenas y de ampliación de las fronteras agropecuarias en manos del agronegocio y la industria minera es fundamental reforzar acciones profesionales en articulación con asentamientos y campamentos: apoyar procesos de organización de esos sujetos en torno de sus condiciones de vida y de trabajo, problematizar su acceso al conjunto de políticas sociales como trabajadores y productores rurales (en su dimensión colectiva, y no como “pobres” usuarios individuales), tensionar mecanismos clientelistas y de desmovilización de clase, apoyar prácticas de soberanía alimentaria que impactan significativamente el medio ambiente y la salud de la población del campo, descifrar y denunciar las relaciones entre el modelo extractivista y el conjunto de desigualdades sociales con las que trabajamos.

2.4 Acerca de la importancia de la organización política de los trabajadores sociales

Es evidente que la pregunta por la organización política y gremial de los trabajadores sociales se asocial al desafío de pensar el vínculo entre la profesión y las luchas sociales, a partir de reconocer no solo su relación con los conflictos de clase y su inherente dimensión política, sino también del entendimiento de nuestra condición como trabajadores asalariados que vendemos nuestra fuerza de trabajo – integrados en procesos colectivos de trabajo y participando del circuito del valor35 –, y, por lo tanto, somos partícipes de diversas experiencias organizativas y de resistencia, históricamente construidas por la clase trabajadora.

35 Ver al respecto Iamamoto & Carvalho (1986) y Iamamoto (2008).

Es importante recordar que en el contexto del proceso de reconceptualización latinoamericano y a la luz del vínculo concreto, la profesión comienza a construir diversas expresiones de lucha de los sujetos subalternos, que desafían al Trabajo Social a pensar su propia organización política y sindical. En los años 80, el conjunto ALAETSCELATS fue palco de importantes debates acerca de la situación de los gremios de trabajadores sociales en la región, con el objetivo de crear una Federación Latinoamericana de Trabajo Social que nucleara organizaciones profesionales para tratar de forma articulada las condiciones de trabajo, la formación profesional y las luchas frente a los problemas nacionales. Nótese la estrecha vinculación que se pretendía entre escuelas de formación, gremios y luchas sociales, como parte de un proyecto profesional vinculado “a las exigencias actuales de la realidad política, económica y social en crisis y de las luchas de los sectores populares”36. En la experiencia del Servicio Social brasilero, la organización político-sindical del colectivo profesional fue base fundamental de la dirección socio-política construida en el proceso de ruptura con el conservadorismo, en el contexto de un amplio proceso de movilización y organización de las clases trabajadoras, sobre todo, desde los años 80. En las décadas siguientes, la militancia político-sindical y profesional, como trabajadores y con los trabajadores, le permitiría a los trabajadores sociales brasileros, insertarse en las luchas de los movimientos populares por políticas públicas y ampliación de los derechos sociales (como la reforma sanitaria, la reforma urbana y la lucha por políticas habitacionales y ambientales, luchas por la enseñanza laica, pública, universal, gratuita y socialmente referenciada, entre otras) (Abramides, 2006).

El debate en cuestión involucra análisis complejos que escapan a nuestras posibilidades en este artículo, inclusive porque demandaría la realización de un ejercicio de investigación acerca de las particularidades de organización de los colectivos profesionales en el marco de las condiciones concretas de las luchas sociales y de clase, y sus respectivas organizaciones políticas y sindicales, en cada país. Reconociendo nuestra limitación para realizar cualquier balance acerca de la realidad gremial de los trabajadores sociales de América Latina, presentamos brevemente una serie de desafíos para el debate, recogidos de la experiencia de organización de los asistentes sociales en Brasil, retratada en literatura especializada que referenciamos.

36 Rozas (1987, p. 61). Este texto de la profesora Margarita Rozas trae reflexiones a partir de un evento realizado en Nicaragua, con el objetivo de debatir sobre la situación gremial de los trabajadores sociales en la region se propone construir un diagnóstico de la situación gremial de cada país, así como también, un diagnóstico de sus organizaciones populares. En este sentido, resultan fundamentales las investigaciones de Abramides & Cabral (1995) y Abramides (2006).

Como hemos analizado resulta fundamental conocer las diversas formas de organización y resistencia que los trabajadores vienen ensayando, sobre todo en el contexto de ofensiva del capital que se desata desde mediados de los años 70, y sus considerables impactos en el mundo del trabajo y en la composición de la clase trabajadora. Trabajadores desocupados resisten de forma diferente a los trabajadores formales, trabajadores informales luchan de manera distinta de los trabajadores altamente cualificados, trabajadores organizados confrontan al capital de forma diferente a como lo hacen aquellos que apenas manifiestan descontentos individuales. Es por ello que constituye un enorme desafío pensar y reconstruir las posibilidades de la organización gremial de los trabajadores sociales en el marco del conjunto de organizaciones de clase, sobre todo, de sus sindicatos y asociaciones. En ese sentido, es fundamental reconocer la enorme crisis que atraviesan los sindicatos, que encuentran dificultades organizativas frente a una clase trabajadora cada vez más fragmentada, y en un contexto altamente conflictivo, pero donde no se ha revertido aún el estado defensivo de las luchas de masas.

üEs importante reconstruir críticamente nuestra historia: preguntarnos por las formas a través de las cuales el colectivo profesional ha venido organizándose: por medio de asociaciones profesionales, de entidades sindicales (exclusivas o por rama de actividad económica). Recordemos que tanto nuestra militancia político-sindical, como nuestra militancia profesional son centrales para la conquista de políticas públicas y derechos sociales.

üLas condiciones y desafíos que enfrentamos para nuestra organización gremial son inseparables de las dificultades organizativas que atraviesa el conjunto de los trabajadores en un contexto de precarización, informalidad, desempleo y superexplotación. Para pensar nuestra organización gremial es fundamental partir de las formas diversas de contrato e inserción laboral que experimentan los trabajadores sociales, y evitando construir soluciones corporativas que nos aíslen de otros trabajadores.

üPor ello, la pregunta acerca de cómo nos vinculamos con el movimiento sindical clasista es fundamental, en el sentido de sumar en la construcción de organizaciones más amplias, universales, con autonomía e independencia de clase (de gobiernos, partidos y patrones), capaces de enfrentar las tendencias más regresivas del capitalismo – y superar la fragmentación que se nos impone, como trabajadores.

üAl pensar en nuestra organización gremial, es central el debate acerca de las formas que privilegiamos: ¿entidades sindicales exclusivas o entidades por rama de actividad económica? Una vez más, esta respuesta debe ser construida en diálogo con el movimiento sindical clasista, recordando la importancia de articularnos al conjunto de las luchas más generales37.

üPara reinventar las formas de organización político-sindical, nuestro desafío es el mismo que el del conjunto de los trabajadores: tenemos la tarea de retomar un sindicalismo de lucha, de construir organizaciones que preserven la democracia interna y el pluralismo con unidad de acción, ser capaces de dialogar con diferentes experiencias de clase de las masas trabajadoras que apuesten por acciones directas y se articulen al movimiento general de las masas subalternas, que inviertan en la organización de base de las instituciones en las que trabajamos, que combinen acciones importantes en la institucionalidad, sin permitir la movilización y politización de las expresiones de la “cuestión social” para preservar nuestra autonomía política, organizativa y técnica, para construir nuestra intervención de acuerdo con nuestro proyecto profesional.

üAl igual que otrora, la organización gremial de los trabajadores sociales nos demandará hacerlo sobre una estrecha vinculación entre trabajo, formación profesional y luchas sociales.

37 Tal como lo retratan las investigaciones citadas en la nota anterior, las entidades del Servicio Social brasilero se orientaron mayoritariamente por la construcción de sindicatos por rama de actividad económica (inclinándose mayoritariamente, por la extinción de entidades exclusivas), porque creyeron que esta forma organizativa permitiría romper con una estructura sindical corporativa, acoplada y controlada por el Estado. Es importante recordar que esta orientación fue construida en el marco del ascenso del nuevo sindicalismo de los años 80, en profunda articulación con movimientos autónomos y con independencia de clase. Es evidente que, a partir del giro en la perspectiva clasista de la Central Única de los Trabajadores (CUT) desde los años 90 y de la crisis general del movimiento sindical, estas tendencias inciden negativamente en la propia organización gremial de los trabajadores sociales, y aún es un desafío inconcluso, la consolidación de sindicatos por ramo de actividad. Es importante reconocer la existencia de debates que reeditan la polémica acerca de la sindicalización de los trabajadores sociales por ramo de actividad o en organizaciones exclusivas.

El actual escenario de crisis social, precarización y empobrecimiento masivo de las clases trabajadoras, viene impactando negativamente en el Trabajo Social:

a.en nuestras condiciones de trabajo

b.en las condiciones de realización del ejercicio profesional para garantizar derechos de la clase trabajadora y demás segmentos subalternos

c.en la proporción y gravedad de las demandas atendidas

d.en la afirmación de demandas institucionales regresivas, funcionales a una reorientación de la dirección social de la política social que profundiza tendencias de control y fiscalización de los comportamientos de las clases trabajadoras, de individualización y despolitización de las expresiones de la “cuestión social”, de criminalización de la pobreza y militarización social.

En este contexto, pensar la relación del Trabajo Social con las luchas sociales es condición necesaria para el cuestionamiento de las tendencias que señalamos y, por lo tanto, garantizar la “posibilidad de futuro” en el sentido de defender mejores condiciones de trabajo y de realización del ejercicio profesional: es un llamado a integrar y sumar en los espacios de organización y movilización de las clases subalternas en momentos en que los espacios institucionales “cierran” sus posibilidades de disputa. Como señala Abramides (2006), las luchas sociales alimentan la acción de los trabajadores sociales en los espacios institucionales e impulsan la conciencia social de los profesionales, permitiendo la articulación entre proyecto profesional y proyecto societario.

Conclusiones

Entendemos que frente al crecimiento de demandas profesionales en las que se destacan mandatos de apaciguamiento y desarticulación de la organización de los subalternos, las luchas sociales se constituyen en referencias fundamentales para la reflexión y el ejercicio profesional del Trabajo Social. En este sentido, destacamos algunas preguntas que pueden interrogar nuestra actuación: ¿en qué medida las luchas sociales explicitan rasgos de resistencia de la “cuestión social?, ¿se trata de movimientos que promueven formas autónomas de organización capaces de responder a las necesidades de las masas subalternas?, ¿de qué forma el Estado incorpora esas reivindicaciones?, ¿cuáles son los mecanismos accionados por las clases dominantes para dar formato a esos movimientos sociales, dentro de los canales institucionales?, ¿cuál es la relación entre las políticas sociales con las que trabajamos y esas expresiones de la lucha de clases que se vuelven “objeto” de intervención estatal?, ¿de qué forma los movimientos sociales problematizan las contradicciones presentes en esas políticas sociales (subsidiarias de la militarización y funcionales a la dinámica de acumulación y concentración de capital) para disputar su orientación social?

Hemos intentado demostrar que las luchas de los trabajadores y demás segmentos subalternos son referencias fundamentales para nuestra profesión:

üDesde sus trazos de resistencia, explicitan una “cuestión social” a partir del antagonismo de la relación capital-trabajo, donde, además de los procesos de reproducción de la fuerza de trabajo necesaria para la valorización del capital (en un nivel de desprotección inédito), debe observarse atentamente la producción, en escala ampliada, de una población excedente que parece más “dispensable” que “subsidiaria” de esa valorización. Como hemos observado, esto impacta en el significado de nuestra profesión en la reproducción social.

üNos proponen cuestionar la creciente asociación entre militarización y políticas sociales, presente en el abordaje de las expresiones de la “cuestión social”.

üNos llaman la atención acerca de los procesos de destrucción de la naturaleza (de las tierras, de los recursos naturales e hídricos, de la biodiversidad) propios del modelo extractivista, que explican la producción del conjunto de desigualdades sociales en las que actuamos.

üNos alertan acerca del crecimiento del antagonismo en las relaciones sociales y la escalada de una violencia que perpetúa opresiones de género, raciales, sexistas, y que caracterizan buena parte de las demandas que “golpean nuestra puerta”.

Estas luchas forman parte de los fundamentos de la “cuestión social” contemporánea, porque señalan también los rasgos conflictivos y de resistencia con los que se manifiestan el conjunto de desigualdades que demandan nuestra actuación professional, porque desnudan el carácter regresivo del actual patrón de intervención del Estado en sus diversas expresiones. Estas luchas son referencias teóricas, políticas y de intervención profesional, fundamentales para el Trabajo Social: por un lado, porque es en esa compleja “dialéctica” que se produce, entre un patrón de abordaje de las expresiones de la “cuestión social” pautado en la militarización de la vida social y en la hipertrofia de la respuesta asistencial, y entre las diversas experiencias de resistencia de los subalternos, que podemos disputar la dirección social de nuestra profesión en el conflicto de clases. Nunca como ahora se torna tan urgente disputar los rumbos institucionales a partir de las “brechas” que esas luchas abren, profundizar la dimensión socio-educativa de la profesión desde una perspectiva contra hegemónica o fomentar la dimensión colectiva de la actuación profesional y la movilización de los usuarios –en articulación con procesos organizativos locales, de base territorial o con movimientos más institucionalizados que luchan por la efectividad de políticas públicas, o inclusive, con movimientos de acción directa. Además, porque esa articulación con las luchas sociales es condición de nuestra propia organización política y gremial como trabajadores asalariados: mediación fundamental para enfrentar el agravamiento de nuestras condiciones de trabajo y las condiciones cada vez más precarias de realización del ejercicio profesional, así como para garantizar derechos de las masas trabajadoras. Es por ello que la articulación del Trabajo Social con las luchas sociales es condición indispensable para la afirmación de los compromisos más universales de nuestro proyecto ético-político.

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